En su trabajo Drinking in
Victorian and Edwardian Britain: beyond the spectre of the drunkhard,
la historiadora británica Thora Hands asegura lo siguiente: "a
los victorianos les gustaba beber y vivían en una sociedad
orientada al consumo de alcohol (...) La bebida continuaba desde el
amanecer hasta altas horas de la madrugada". Y así era, en
efecto, según se puede confirmar a través de un somero análisis
documental. Las evidencias son muchas y aparecen en innumerables testimonios, registros oficiales y literatura de la época. Al igual
que fumar, el acto de beber atravesaba todas las realidades humanas
imaginables: lo hacían tanto ricos como pobres, sociables o
solitarios, jóvenes o viejos, sanos o enfermos. Cualquier diferencia cultural o económica se ponía de manifiesto a través del
origen o la calidad de las bebidas, pero no en el ferviente y
horizontal entusiasmo por el alcohol. Desde ya que lo dicho no
ocurría sólo en el Reino Unido sino también -con distintos
matices- en el resto del mundo occidental. Por aquellos tiempos, el
trago estaba estrechamente vinculado al contacto social y servía
además como "remedio casero" a falta aún de medicamentos
confiables y efectivos.
Dicha
realidad se encuentra muy bien plasmada en el canon holmesiano, ya
que las 60 historias escritas por Doyle rebosan de citas sobre
consumos bebestibles. Hay referencias que incluyen productos típicos
de Inglaterra (gin, cerveza), espirituosas (brandy, whisky, ron,
licores) y vinos de los más variados estilos. En este último caso
se alude frecuentemente a tipos franceses definidos como clarete
(tinto genérico de Burdeos), Beaune y Montrachet (tinto y blanco
de Borgoña), junto con otros especímenes europeos del estilo
Chianti (Italia),Tokay (Hungría), Jerez (España)
y Oporto (Portugal). Semejante diversidad no hace más que
reflejar el vasto mercado británico de ultramar basado en la
dinámica política comercial, el poderío marítimo y los extensos
dominios coloniales generados durante los sglos XVIII y XIX, que
convirtieron a Londres en el centro mercantil del planeta. Sin
embargo, al leer los textos canónicos completos brilla por su
ausencia un célebre ejemplar que estaba en pleno auge hacia las
postrimerías decimonónicas. Muy llamativamente, no hay
mención alguna del Champagne, la bebida por excelencia de las clases
acomodadas y quizás el ícono principal de la Belle Époque.
¿Debemos
concluir entonces que Holmes y Watson no tomaban champagne? Esa
parece ser la deducción lógica si nos ajustamos a los textos
primarios, pero como sabemos la saga sherlockiana abarca tres siglos
y todo tipo de soportes. Tal cual lo sucedido con tantas historias de
la literatura universal, la llegada del cine y la televisión obró
verdaderos milagros argumentales que modificaron imágenes,
hábitos y personalidades de los personajes, situándolos incluso en
lugares y épocas ajenos a sus entornos. Si queremos ver a nuestro
héroe, su compañero y demás caracteres haciéndole los honores al
vino espumoso más afamado del mundo sólo es necesario recurrir a
las pantallas (grande y chica). Van dos casos emblemáticos cuyas
imágenes plasmamos arriba y debajo de este párrafo: en el excelente
serial de los años ochenta protagonizado por Jeremy Brett hay varias
escenas que involucran burbujas, incluyendo no sólo al detective y
el doctor sino también a la mismísima Sra. Hudson. Por su parte, en
el filme Sherlock Holmes and the Silk Stocking (2004) vemos a los
héroes junto con Mary Morstan cenando en el elegante restaurante Holborn y
brindando con sendas copas de champagne.
Aunque existen muchos otros segmentos remarcables, lo visto es suficiente para entender que un personaje tan exitoso va mucho más allá del costumbrismo temporal. Hay un Holmes original que todos los entusiastas adoramos (el de Doyle), si bien su versatilidad histórica es tanta como su grandeza literaria. Ayer pudo tomar brandy, hoy champagne y mañana quizás algún líquido vegano, pero en su esencia estará siempre el mismo espíritu inquieto, observador y sagaz.
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