221pipas, la monografía

Sherlock Holmes en Suiza: la cena final (degustación)

Él es el Napoleón de crimen, Watson. Es el organizador de la mitad del mal y de casi todo lo que pasa desapercibido en esta gran ciudad. Es un genio, un filósofo, un pensador abstracto. Tiene un cerebro de primer orden. Está sentado inmóvil, como una araña en el centro de su tela, pero esa tela tiene mil ramificaciones y él conoce bien el movimiento de cada una de ellas... Así describe Sherlock Holmes a su archienemigo Profesor Moriarty, personaje creado especialmente por Arthur Conan Doyle para un último encuentro fatal (que finalmente no lo sería) en las cataratas suizas de Reichenbach. Todo forma parte del vigésimo sexto relato del canon, llamado El problema final, nombre suficientemente elocuente como para inferir que el autor había decidido acabar para siempre con su creación más célebre y exitosa. Pero quizás por aquello de "cada hombre tiene una segunda oportunidad", el detective volvió a aparecer sano y salvo varios años después -para deleite de sus fanáticos- con el fin de retomar sus aventuras hasta completar otras treinta y cuatro historias.


El famoso salto de aguas constituye un sitio real en el cantón de Berna, al oeste del país helvético. A un kilómetro de allí se ubica el pueblo de Meiringen (1), hacia donde el detective y el doctor se dirigen luego de salir apresuradamente de Londres en un sinuoso periplo que los lleva primero por Bruselas, Estrasburgo y el Valle del Ródano. Según puntualiza Watson, el arribo se produce el 3 de mayo, es decir en la jornada anterior al desenlace del argumento. También sabemos que se hospedan en el Englischer Hof, regenteado por Peter Steiler. Ergo, queda claro que pasan al menos una noche en el lugar, con la razonable suposición de que ello incluye la cena. Comenzamos así una serie de tres entradas consecutivas destinadas a especular sobre lo que Holmes y Watson comieron, bebieron y fumaron en aquella histórica oportunidad. Nuestra hipótesis se basa más que nada en el lugar y la época, concluyendo que tanto platos como bebidas y tabacos debieron ser muy típicos de Suiza a finales del siglo XIX. Hacia allá vamos entonces, empezando por una vianda tan tradicional como apetitosa.


Las St. Galler Bratwurst y las papas rösti son dos preparaciones emblemáticas de esa cocina nacional que pueden conjugarse perfectamente en una misma pitanza. Tenemos salchichas parrilleras por un lado y cierta especie de pequeñas "tortillas" de papa rayada por otro. Lo más parecido que pude conseguir a los embutidos en cuestión fueron unas genuinas Thuringen Bratwürste (2) hechas a base de carne de cerdo tierna tocada por un ligero condimento de cardamomo, macis, jenjibre y pimienta. Para preparar las rösti hay que rallar papas -secándolas luego con un paño para evitar el exceso de agua- y agregarles pizca de manteca, sal y pimienta mientras se amasan, aplastan y cortan hasta lograr discos de 6 o 7 centímetros de díametro y 1 de espesor. Normalmente se realizan las correspondientes cocciones completas en parrilla, plancha o sartén, pero preferí inciar el proceso en horno para terminar con un dorado final en sartén, según ilustran las fotos del caso. El resultado fue muy rico, pletórico de sensaciones que combinan el sabor delicado de las salchichas (nada picantes) con la consistencia crujiente de las papas.


Una cena simple pero completa, seguida con seguridad por la sobremesa de bebidas bajativas y tabaco: el momento reflexivo ideal para sobrellevar días signados por la intriga y el peligro. Seguiremos con este hilo en la próxima, acompañando a los héroes.

Notas:

(1) La actual comuna de Meiringen no ha desaprovechado las enormes posibilidades turísticas que ofrece el hecho de ser un espacio de culto para los entusiastas sherlockianos. Sus atractivos, además de las cataratas, incluyen estatuas alegóricas y un museo temático con réplica propia de Baker Street 221B.


(2) De la marca Bratwurst Argentina. www.bratwurst-argentina.com

Las pipas de Wilmer

Douglas Wilmer (1920-2016) fue un actor británico de teatro, cine y televisión. Su extensa carrera incluye trabajos en obras de Shakespeare y participaciones en películas muy bien galardonadas como Patton (1970), pero un papel que lo distinguió entre los pares de su generación fue el protagónico de la serie Sherlock Holmes durante las temporadas 1964 y 1965. Dicha labor no sólo goza de amplio reconocimiento entre coleccionistas y estudiosos en la materia, sino que además constituye todo un hito para la saga del gran detective. Hasta entonces -dejando de lado los filmes pertenecientes a la prehistoria cinematográfica (1)-, los únicos proyectos de alcance masivo extendidos en el tiempo habían sido 14 películas encabezadas por Basil Rathbone en la década de 1940 y el serial encarnado por Ronald Howard con 39 entregas emitidas entre 1954 y 1955. Un detalle no menor es que ambas se basaron casi por completo en guiones visiblemente alejados del canon escrito por Arthur Conan Doyle.


Puede decirse que el proyecto televisivo de los sesenta resultó ser un primer intento de llevar a la pantalla los relatos holmesianos auténticos con bastante fidelidad, sin historias inventadas ni personajes ajenos. Todo comenzó con un piloto de prueba de la BBC basado en La banda de lunares, cuyo éxito allanó el camino para otras doce adaptaciones posteriores. Sin embargo, más allá de la buena recepción que tuvo el programa entre el público británico, Wilmer no estaba conforme con ciertas condiciones de trabajo impuestas por la producción, especialmente debido a la baja calidad de los guiones (que debía reescribir él mismo, según relató años más tarde) y el escaso tiempo para estudiar sus diálogos. Así, Wilmer renunció al papel luego de trece capítulos que son hoy una joya en blanco y negro para los fanáticos (2). Habría que esperar hasta 1968 para que se rodaran otras 16 entregas, esta vez en color, manteniendo a Nigel Stock como Watson y con Peter Cushing en el papel central.


Tal cual era costumbre en las versiones realizadas promediando el siglo XX, la pipa ocupa un papel escénico destacado. Otra característica de época es el uso de ejemplares de brezo muy sobrios, con tamaños y formas tradicionales, nada extravagantes ni pintorescos. Se observan modelos rectos tipo billiard y algunas pipas curvas cercanas al estilo impuesto por Rathbone dos décadas antes. Como fumador, el Holmes encarnado por Wilmer muestra amplia solvencia en el acto de encender y echar humo por su cachimba, lo cual repite con la frecuencia suficiente como para acercarse al personaje literario de modo bastante convincente. Pero lo mejor desde el punto de vista "pipero" se encuentra plasmado en el transcurso del capítulo El hombre con el labio retorcido, cuando Watson y el detective deben pernoctar en la mansión St. Clair mientras este último fuma una onza completa de tabaco en el lapso aproximado de seis horas. Granada TV y Jeremy Brett volvieron a recrearlo en 1986, pero sin la misma precisión en los detalles.


Wilmer tuvo una larga vida, tanto actoral como biológica, y siempre conservó buenos recuerdos de su paso por la saga sherlockiana a pesar de los sinsabores profesionales. Por todo ello merece un brindis y una pipa en su memoria.

Notas:

(1) Entre otros, los de Eille Norwood y Arthur Wontner en las décadas de 1920 y 1930 respectivamente.