221pipas, la monografía

Cushing, el Valle de Boscombe y la sidra de Hereford

El misterio del Valle de Boscombe es un relato corto publicado por el Strand Magazine en octubre de 1891 y compilado más tarde en Las aventuras de Sherlock Holmes. Su argumento transita determinada variante que sería común en la literatura posterior del género: un asesinato cuya culpabilidad parece recaer sobre algún personaje muy comprometido por las evidencias halladas. Desde luego, nada de eso convence al extraordinario sabueso humano de Baker Street, quien elabora una teoría totalmente opuesta (que será la acertada, naturalmente). El asunto se desarrolla en forma bastante dinámica, llevando al lector desde Londres hasta el paraje que da nombre a la historia, situado en cercanías del pueblo de Ross-on-Wye, perteneciente al viejo condado de Herefordshire. Esta variada geografía se amplifica con referencias a países lejanos como Afganistán y Australia, desde donde surgen elementos pasados que ayudan a desenmarañar la intriga de una manera que sólo nuestro héroe puede llevar a buen puerto.


Luego de la buena recepción obtenida por los doce capítulos emitidos en 1964 y 1965 con Douglas Wilmer como protagonista, otra tanda de dieciséis historias fue producida y filmada por la BBC en 1968. El trabajo central estuvo esta vez a cargo de Peter Cushing, manteniendo a Nigel Stock en la piel de Watson. Lamentablemente, un total de diez capítulos se encuentran hoy perdidos debido a la costumbre de regrabar las cintas originales con otros programas luego de algunos años (muy común en la TV de la época). El misterio del Valle de Boscombe pertenece al afortunado grupo sobreviviente, y entre sus escenas podemos observar una curiosa referencia a cierto bebestible jamás mencionado en el canon literario. A poco de comenzar, el detective y el doctor se encuentran desayunando en Baker Street cuando el primero señala que irán "de excursión al campo". Luego especifica la ubicación en Herfordshire y el Valle de Boscombe, añadiendo: es una zona agrícola; el ganado y la sidra están entre sus productos más apreciados.


Minutos después sus palabras cobran entidad fáctica en cierta secuencia donde el dúo ingresa a una posada y pide dos jarras de sidra, todo enmarcado entre pequeños cascos de madera, porrones cerámicos y otros envases del mismo material. Como canal estatal de televisión, es bastante factible que la BBC tuviera por costumbre añadir ese tipo de comentarios en los guiones con propósitos de fomento turístico. La hipótesis cobra sentido considerando que las mazanas cuentan allí con una buena extensión de cultivo desde mediados del siglo XIX. Hacia 1870 comenzaron a operar varias fábricas sidreras y muy pronto la actividad cobró una fama extendida al resto del Reino Unido. Para el siglo XX existían marcas sumamente populares entre el público, particularmente Bulmers, que alcanzó fama internacional y envergadura exportadora. Sus agresivas campañas publicitarias, sus logos y todos los elementos de la parafernalia propagandística típica de la época son fácilmente hallables en la web. Semejante fenómeno continúa vigente en sus facetas industriales, comerciales e históricas, incluyendo un Museum of Cider en plena ciudad de Hereford.


El cine y las series han enriquecido el canon holmesiano sumando detalles pertenecientes a la temática que nos convoca en 221pipas. En este caso, el consumo de una antigua, rica y refrescante bebida no siempre apreciada en su justa dimensión.

Sherlock Holmes en Suiza: el puro final (degustación)

¿Qué aspecto tienen las cataratas de Reichenbach desde lo alto? La siempre evocadora pluma de Watson dibuja el panorama del siguiente modo: de hecho, es un lugar aterrador. El torrente hinchado por la nieve derretida se hunde en un inmenso abismo del que la espuma se eleva como humo de una casa en llamas. El pozo donde se precipita el río es un enorme despeñadero bordeado por rocas brillantes, negras como el carbón (...) La larga extensión de agua verde rugiendo para siempre hacia abajo, junto a la espesa y parpadeante cortina de rocío silbando para siempre hacia arriba, marean al hombre con su grito medio humano... Lo que se dice el lugar ideal para el encuentro de dos archienemigos que buscan eliminarse, y es exactamente el marco paisajístico en donde Holmes y Moriarty acabarán enfrentándose la mañana del 4 de mayo de 1891. Pero antes nos falta conjeturar un último elemento de la cena final en el Englsicher Hof. Ya divagamos acerca de platos y bebidas espirituosas: St. Galler Bratwusrt con papas rösti y Eau de Vie de Poire Williams.


En presencia de dos fumadores regulares -uno moderado y otro frenético- lo que falta es tabaco. Tampoco hay aquí demasiadas dudas sobre la identidad del producto suizo típico para tal fin, abundante y asequible a finales del siglo XIX. Hablamos del cigarro llamado Brissago o Virginia (cigarro de la paja en los países de habla hispana), muy famoso en todo el Occidente decimonónico debido a su curiosa silueta conformada por una longitud generosa, un calibre reducido y una hebra vegetal que lo atraviesa de lado a lado. Esta última característica constituyó siempre el sello inconfundible del producto y perseguía cierta finalidad práctica: mantener un canal de aire para evitar obstrucciones que dificultan el tiraje, tan comunes en otros modelos largos y finos. Aunque su fabricación a gran escala fue iniciada en Austria alrededor de 1844, lo que nos interesa es la manufactura continuada poco después en Brissago, la localidad suiza homónima a una de sus denominaciones. Actualmente perdió su antigua fama internacional, pero continúa produciéndose de forma localizada en el centro de Europa.


Hace varios años, un imprevisto paso por el aeropuerto de Viena me permitió adquirir y atesorar algunas cajas de este artículo singular en diversos rótulos comerciales. Para la ocasión seleccioné un ejemplar de la casa suiza Villiger, célebre mundialmente por su variopinta oferta de cigarros con precios accesibles. La evaluación comenzó retirando la hebra vegetal (que el modernismo sustituyó por plástico), imprescindible antes de acercar la llama. Su diámetro estrecho como un cigarrillo no impidió el encendido cómodo y un tiro perfecto de principio a fin. Los matices aromáticos evocan tonos terrosos y amaderados mientras desarrolla un sabor de cuerpo medio, rico en volumen pero nada agresivo. Por su configuración angosta y estilizada no produce las grandes cantidades de humo tan comunes en otros módulos de formatos habaneros tradicionales, como robustos y coronas. Llevándolo con calma, el tiempo total de combustión puede estimarse aproximadamente en una hora, suficiente para apreciar sus cualidades de manera reflexiva.


Así creemos que fumaron Holmes y Watson aquella noche previa al día más dramático de todo el acontecer sherlockiano original. Y así lo evocamos luego de ciento treinta años.

Sherlock Holmes en Suiza: el trago final (degustación)

La aparente muerte de Sherlock Holmes tras su lucha con Moriarty en El problema final (diciembre de 1893) produjo una verdadera conmoción entre el público británico (1). Durante varios meses muchos ciudadanos llevaron un brazalete negro en señal de luto mientras el Strand Magazine asistía a la mayor crisis de ventas desde su salida al mercado: en poco tiempo fueron canceladas 20.000 suscripciones. Los lectores se negaban a aceptar la desaparición del gran detective y su creador debió soportar una avalancha de correspondencia plagada de condolencias, súplicas e insultos por igual. Actualmente todo forma parte de la afición sherlockiana y podemos juzgarlo como un incidente más en la carrera del personaje, tal vez porque pasaron ciento treinta años o porque sabemos bien que una década después reapareció vivo y saludable. Pero nada de eso podían predecir entonces aquellos miles de victorianos entusiastas. En ese momento histórico, la sola mención de Suiza, el pueblo de Meiringen o las cataratas de Reichenbach debió haber sido una puñalada certera en pleno corazón de sus afectos literarios.


Siguiendo los acontecimientos reseñados en la entrada anterior, tenemos al protagonista y su inseparable compañero cenando (de acuerdo a nuestras especulaciones) un plato suizo típico en el Englischer Hof la noche del 3 de mayo de 1891. Quizás bebieron vino o tal vez cerveza, pero podemos suponer con bastante convicción que la comida fue seguida por alguna bebida espirituosa apta para calmar los ánimos -entre tanto peligro inminente- antes de ir a dormir. Si consideramos su ubicación circunstancial en una aldea alpina a fines del siglo XIX, la posibilidad con mayores chances históricas es un Eau de Vie. Este aguardiente se elabora mediante la fermentación y doble destilación de algún jugo de frutas hasta obtener alcohol transparente de alta pureza. Un antiquísimo procedimiento que se remonta a la Edad Media, cuando fue descubierto, perfeccionado y puesto en práctica por los monjes europeos, utilizando como materia prima las frutas de estación disponibles en diferentes regiones del Viejo Mundo.


Para la ocasión elegí el llamado Eau de Vie de Poire Williams (aguardiente de peras en español, pear brandy en inglés), muy tradicional en el cantón de Valais y bien conocido en toda Suiza. Se trata de un ejemplar argentino marca Christallino, hecho con frutas patagónicas de primera calidad. La mayor parte de su producción se exporta (precisamente a Europa), aunque es posible conseguirlo localmente en cantidades limitadas. Servido frío, tal cual recomiendan sus elaboradores, presenta un color transparente con levísimos destellos verdosos que delatan la naturaleza frutada de las peras Williams. Algo similar ocurre en la nariz, donde exhibe los consabidos efluvios de alcoholes prolijamente destilados sumados a un delicado toque de frescura que va más allá de lo meramente etílico, ya que sus 40 grados no le quitan delicadeza ni estilo. Podemos decir que sin tener el color, el cuerpo ni la profundidad de los brandys vínicos o whiskys tan frecuentados en Inglaterra, es una excelente alternativa para cerrar todo tipo de cenas.


Sólo le faltaría la compañía del tabaco, más aún tratándose de un fumador inveterado como Sherlock Holmes. ¿Qué producto estaría disponible por los Alpes helvéticos en tiempos decimonónicos? A eso nos vamos a referir en la próxima entrada, muy pronto.

Notas:

(1) ¿Puede un hecho imaginario producir semejante reacción? La literatura, el cine y otras artes están llenas de ejemplos que así lo demuestran. Lo cierto es que cada vez que Watson habla de algún caso (muchas veces citando fechas) el lector siente que es una cuestión de historia. Como bien asegura un colega blogger holmesiano: "es la suspensión de la incredulidad en su máxima expresión".

Sherlock Holmes en Suiza: la cena final (degustación)

Él es el Napoleón de crimen, Watson. Es el organizador de la mitad del mal y de casi todo lo que pasa desapercibido en esta gran ciudad. Es un genio, un filósofo, un pensador abstracto. Tiene un cerebro de primer orden. Está sentado inmóvil, como una araña en el centro de su tela, pero esa tela tiene mil ramificaciones y él conoce bien el movimiento de cada una de ellas... Así describe Sherlock Holmes a su archienemigo Profesor Moriarty, personaje creado especialmente por Arthur Conan Doyle para un último encuentro fatal (que finalmente no lo sería) en las cataratas suizas de Reichenbach. Todo forma parte del vigésimo sexto relato del canon, llamado El problema final, nombre suficientemente elocuente como para inferir que el autor había decidido acabar para siempre con su creación más célebre y exitosa. Pero quizás por aquello de "cada hombre tiene una segunda oportunidad", el detective volvió a aparecer sano y salvo varios años después -para deleite de sus fanáticos- con el fin de retomar sus aventuras hasta completar otras treinta y cuatro historias.


El famoso salto de aguas constituye un sitio real en el cantón de Berna, al oeste del país helvético. A un kilómetro de allí se ubica el pueblo de Meiringen (1), hacia donde el detective y el doctor se dirigen luego de salir apresuradamente de Londres en un sinuoso periplo que los lleva primero por Bruselas, Estrasburgo y el Valle del Ródano. Según puntualiza Watson, el arribo se produce el 3 de mayo, es decir en la jornada anterior al desenlace del argumento. También sabemos que se hospedan en el Englischer Hof, regenteado por Peter Steiler. Ergo, queda claro que pasan al menos una noche en el lugar, con la razonable suposición de que ello incluye la cena. Comenzamos así una serie de tres entradas consecutivas destinadas a especular sobre lo que Holmes y Watson comieron, bebieron y fumaron en aquella histórica oportunidad. Nuestra hipótesis se basa más que nada en el lugar y la época, concluyendo que tanto platos como bebidas y tabacos debieron ser muy típicos de Suiza a finales del siglo XIX. Hacia allá vamos entonces, empezando por una vianda tan tradicional como apetitosa.


Las St. Galler Bratwurst y las papas rösti son dos preparaciones emblemáticas de esa cocina nacional que pueden conjugarse perfectamente en una misma pitanza. Tenemos salchichas parrilleras por un lado y cierta especie de pequeñas "tortillas" de papa rayada por otro. Lo más parecido que pude conseguir a los embutidos en cuestión fueron unas genuinas Thuringen Bratwürste (2) hechas a base de carne de cerdo tierna tocada por un ligero condimento de cardamomo, macis, jenjibre y pimienta. Para preparar las rösti hay que rallar papas -secándolas luego con un paño para evitar el exceso de agua- y agregarles pizca de manteca, sal y pimienta mientras se amasan, aplastan y cortan hasta lograr discos de 6 o 7 centímetros de díametro y 1 de espesor. Normalmente se realizan las correspondientes cocciones completas en parrilla, plancha o sartén, pero preferí inciar el proceso en horno para terminar con un dorado final en sartén, según ilustran las fotos del caso. El resultado fue muy rico, pletórico de sensaciones que combinan el sabor delicado de las salchichas (nada picantes) con la consistencia crujiente de las papas.


Una cena simple pero completa, seguida con seguridad por la sobremesa de bebidas bajativas y tabaco: el momento reflexivo ideal para sobrellevar días signados por la intriga y el peligro. Seguiremos con este hilo en la próxima, acompañando a los héroes.

Notas:

(1) La actual comuna de Meiringen no ha desaprovechado las enormes posibilidades turísticas que ofrece el hecho de ser un espacio de culto para los entusiastas sherlockianos. Sus atractivos, además de las cataratas, incluyen estatuas alegóricas y un museo temático con réplica propia de Baker Street 221B.


(2) De la marca Bratwurst Argentina. www.bratwurst-argentina.com

Las pipas de Wilmer

Douglas Wilmer (1920-2016) fue un actor británico de teatro, cine y televisión. Su extensa carrera incluye trabajos en obras de Shakespeare y participaciones en películas muy bien galardonadas como Patton (1970), pero un papel que lo distinguió entre los pares de su generación fue el protagónico de la serie Sherlock Holmes durante las temporadas 1964 y 1965. Dicha labor no sólo goza de amplio reconocimiento entre coleccionistas y estudiosos en la materia, sino que además constituye todo un hito para la saga del gran detective. Hasta entonces -dejando de lado los filmes pertenecientes a la prehistoria cinematográfica (1)-, los únicos proyectos de alcance masivo extendidos en el tiempo habían sido 14 películas encabezadas por Basil Rathbone en la década de 1940 y el serial encarnado por Ronald Howard con 39 entregas emitidas entre 1954 y 1955. Un detalle no menor es que ambas se basaron casi por completo en guiones visiblemente alejados del canon escrito por Arthur Conan Doyle.


Puede decirse que el proyecto televisivo de los sesenta resultó ser un primer intento de llevar a la pantalla los relatos holmesianos auténticos con bastante fidelidad, sin historias inventadas ni personajes ajenos. Todo comenzó con un piloto de prueba de la BBC basado en La banda de lunares, cuyo éxito allanó el camino para otras doce adaptaciones posteriores. Sin embargo, más allá de la buena recepción que tuvo el programa entre el público británico, Wilmer no estaba conforme con ciertas condiciones de trabajo impuestas por la producción, especialmente debido a la baja calidad de los guiones (que debía reescribir él mismo, según relató años más tarde) y el escaso tiempo para estudiar sus diálogos. Así, Wilmer renunció al papel luego de trece capítulos que son hoy una joya en blanco y negro para los fanáticos (2). Habría que esperar hasta 1968 para que se rodaran otras 16 entregas, esta vez en color, manteniendo a Nigel Stock como Watson y con Peter Cushing en el papel central.


Tal cual era costumbre en las versiones realizadas promediando el siglo XX, la pipa ocupa un papel escénico destacado. Otra característica de época es el uso de ejemplares de brezo muy sobrios, con tamaños y formas tradicionales, nada extravagantes ni pintorescos. Se observan modelos rectos tipo billiard y algunas pipas curvas cercanas al estilo impuesto por Rathbone dos décadas antes. Como fumador, el Holmes encarnado por Wilmer muestra amplia solvencia en el acto de encender y echar humo por su cachimba, lo cual repite con la frecuencia suficiente como para acercarse al personaje literario de modo bastante convincente. Pero lo mejor desde el punto de vista "pipero" se encuentra plasmado en el transcurso del capítulo El hombre con el labio retorcido, cuando Watson y el detective deben pernoctar en la mansión St. Clair mientras este último fuma una onza completa de tabaco en el lapso aproximado de seis horas. Granada TV y Jeremy Brett volvieron a recrearlo en 1986, pero sin la misma precisión en los detalles.


Wilmer tuvo una larga vida, tanto actoral como biológica, y siempre conservó buenos recuerdos de su paso por la saga sherlockiana a pesar de los sinsabores profesionales. Por todo ello merece un brindis y una pipa en su memoria.

Notas:

(1) Entre otros, los de Eille Norwood y Arthur Wontner en las décadas de 1920 y 1930 respectivamente.

Jerez, el aperitivo británico de antaño (degustación)

Según afirma cierto periodista español en una buena nota de tinte histórico (1), Jerez llegó a ser un paraíso burgués gracias al vino. Aquella ciudad antaño conventual vivió su época gloriosa durante buena parte del siglo XIX, período en el que las grandes vinícolas hicieron fortunas con la exportación de miles de litros al Reino Unido. La estadísticas antiguas confirman el dato, si bien los mayores volúmenes se negociaron en el decenio de 1870 y comenzaron a decaer para fines de la centuria. De todas maneras, desde allí hasta 1900 el Puerto de Santa María siguió acusando grandes embarques del famoso vino andaluz hacia Inglaterra, que era su principal mercado. Muchas piezas de la literatura obran como testigos de aquella moda: el Jerez era un aperitivo infaltable en los hogares de las clases medias y altas, utilizado para abrir el apetito o como trago "a deshoras", acompañando todo tipo de charlas, reuniones y tertulias. Junto al brandy y el oporto fue, sin dudas, gran protagonista de las buenas mesas británicas de la época.


La saga sherlockiana es un perfecto reflejo de dichos hábitos, comenzando por un par de menciones específicas dentro del canon original. En El aristócrata solterón, Holmes cita al Jerez mientras examina cierta factura de hotel con el precio de ocho peniques la copa, indicativo de que no era un artículo barato. En La Gloria Scott forma parte de los turbulentos recuerdos de un viejo marinero que lo bebió a bordo de su barco. Luego, el cine y la TV continuaron rememorando la fama de la bebida, colocándola en numerosas escenas que presentan al detective, a Watson y a muchos clientes disfrutando sus respectivas "dosis" provenientes de elegantes botellones dispuestos para tal fin. Pero la más interesante de todas se produce en la versión 1959 de El sabueso de los Baskerville, donde vemos al obispo Frankland (personaje inventado para la pantalla y encarnado por el legendario Miles Malleson) como un fanático consuetudinaro del producto, especialmente del que atesora Henry Baskerville en su mansión, al que califica como "el mejor en Devonshire".


Así las cosas decidí efectuar una degustación en base a un ejemplar español auténtico, en este caso perteneciente a la marca Marqués del Real Tesoro, de la categoría Cream. Ello implica un tipo encabezado dulce y oscuro se que corresponde perfectamente (a mi entender) con la mayoría de los jereces de los viejos tiempos (2). La descripción antedicha puede ampliarse hasta un interesante y profundo abanico de sensaciones que brinda en la nariz y el paladar: frutos secos, higos, uvas pasas y ese dejo infaltable que recuerda a algún tipo de torrefacción, incluso del azúcar misma de las uvas. En definitiva, la esencia de la vieja "fórmula" del Jerez no ha variado a través de los siglos: uvas muy maduras provenientes de viñedos beneficiados por un clima seco y bien soleado, combinadas con una vinificación prolija y una crianza que le brindan esa terminación incofundible. Seguramente por eso los victorianos británicos lo tenían entre sus vinos favoritos, tal cual expresan las historias del detective imaginario más famoso de todos los tiempos.


Dejando de lado los argumentos detectivescos, Doyle supo describir toda una época en base a las costumbres victorianas abarcando buena parte de lo que los británicos comían, bebían y fumaban en aquella etapa de la historia.

Notas:

(1) Jerez, la ciudad a la que el vino convirtió en edén burgués. Carlos Doncel - El País, 29 de marzo de 2021.
(2) La explicación sería muy larga, con ribetes técnicos, pero digamos que los métodos de elaboración y transporte de aquellos años no permitían la supervivencia de los vinos más frescos y delicados por mucho tiempo. El Jerez, en sus tipos amontillados, olorosos y dulces, era apto para los viajes por mar y tierra gracias a su carácter robusto y dulzón, de buen tenor alcohólico.

Un restaurante vegetariano en Saxe-Coburg Square

Saxe-Coburg Square es una plaza ficticia referida en el relato La liga de los pelirrojos. Más allá de ser una de las historias fundacionales del canon sherlockiano y que su trama está considerada entre las mejores escritas por Arthur Conan Doyle, buena parte del texto remite a diferentes lugares del centro financiero londinense. Ello le brinda un valor histórico adicional en función del constante movimiento de los protagonistas por las calles de la ajetreada y cosmopolita capital del Reino Unido. Como corolario, cierto párrafo deja entrever un dato gastronómico costumbrista no demasiado conocido en nuestros días: la existencia de restaurantes "libres de carne". Así lo describe Holmes al llevar su mente hacia esa cuadra específica de la metrópolis: me gustaría recordar el orden de las casas aquí... Es una de mis aficiones tener un conocimiento exacto de Londres. Está Mortimer's, el estanco, la pequeña tienda de periódicos, la sucursal Coburg del City and Suburban Bank, el restaurante vegetariano y la fábrica de carruajes de McFarlane.


La simple cita de un local de comida vegetariana permite conjeturar todo un movimiento cultural, social y filosófico vinculado a las ideas pacifistas y socialistas pioneras de la época, cuya existencia se encuentra ampliamente documentada. De hecho, varias publicaciones temáticas y algunas asociaciones tenían como propósito concientizar a la población y atraer inversores hacia el sector (1). Una lista contemporánea al relato en cuestión apunta ocho sitios sólo en Londres: The Alpha (Oxford Street), The Food of Health (Farrington Road), The Garden (Jewin Street), The Reform (Kingsland Road), The Arcadian (Queen Street), The Shaftesbury Hall (Aldersgate Street), The Field (Paternoster Square) y The Apple Tree (London Wall), a los que se agregan numerosas opciones en otras ciudades británicas y comercios proveedores del mismo tipo. Por lo visto, la alusión del vegetarianismo en una historia de Sherlock Holmes no tiene nada de casual o incidental. Bien al contrario, es un nítido reflejo de la realidad cotidiana en la Inglaterra decimonónica que vivió y experimentó su creador.


Pero, concretamente, ¿cuál era la oferta de platos? Considerando la inexistencia de técnicas e implementos que se usan hoy en la culinaria de vanguardia para transformar sabores y texturas (nitrógeno líquido, deconstrucción, cocción en frío o al vacío, espumas, terrificación), cierto menú del citado Alpha (2) muestra una serie de alternativas acordes a lo que podían lograr los cocineros del año 1889 conjugando sus métodos tradicionales con un poco de ingenio. El repertorio comienza por las sopas de lentejas, vegetales, arvejas y leche de tapioca. Luego se enumeran los purés o papillas (de avena, trigo y maíz, entre otras opciones dulces y saladas) y a contuación está el detalle de las tapas que hacen las veces de platos principales, como la "chuleta" de lentejas, salsa y frijoles, los macarrones con omelette o salsa de tomate, los guisantes salados con salsa de perejil y la "médula vegetal" en varias formas. También hay postres (incluyendo unas originales natillas de sagú), tartas dulces (manzana, durazno, grosellas), frutas, quesos y bebidas, todas sin alcohol.


Ciertas costumbres no han cambiado mucho, o al menos lo hicieron sólo en las formas. Después de todo, los "camuflajes" de origen cárnico siguen siendo muy comunes a la hora de presentar viandas compuestas por ingredientes vegetarianos o veganos. En los aquellos días eran chuletas y médulas, hoy son salchichas y hamburguesas.

Notas:

(1) Cranks, clerks and suffragettes: the Vegetarian Restaurant in British culture and fiction, 1880-1914. Elsa Richardson, 2021
(2) No confundir con el Alpha Inn señalado en la historia El carbunclo azul, que era una típica posada inglesa del estilo pub.