221pipas, la monografía

En busca del tabaco "shag" - Versión I (degustación)

A pesar de ser un fumador inveterado de pipa, puros y cigarrillos, la imágen icónica de Sherlock Holmes se asocia con el primero de estos consumos. Tal presunción es correcta según lo confirman las propias historias de Doyle, ya que entre las menciones explícitas sobre el tópico humeante la pipa lleva una cómoda delantera con cuarenta y dos referencias, frente a ocho de cigarros puros y ocho de cigarrillos. La pregunta queda entonces servida: ¿qué tabaco fumaba? Por suerte para los fanáticos nunca fue difícil obtener su correspondiente respuesta, plasmada una y otra vez en los textos originarios. Más que favorito, el único tipo que consume (salvo alguna ocasional invitación en contrario) es el denominado shag (1). A principios del siglo XIX, este antiguo espécimen tabacalero era conocido así por el aspecto visual derivado de su corte en tiras muy finas que asemejan una lana de pelo corto y enmarañado, lo cual lo hacía apto para fumar indistintamente en pipa o como relleno de cigarrillos. Pero durante las décadas siguientes dicho significado fue rebajando de categoría hasta concluir haciendo alusión a los productos más baratos y toscos. Para los tiempos en que fueron escritas las primeras obras del canon, el tabaco shag era sinónimo de "burdo y económico" sin importar el grosor de las hebras o su característica visual (2).

Iniciamos aquí una serie de tres entradas degustando sendas versiones experimentales de lo que pudo haber sido el shag en Inglaterra a finales del período victoriano. El primer caso está basado exclusivamente en ese perfil relativo al precio mínimo y la calidad elemental. Haciendo honor a ello adquirí un par de paquetes del tabaco para pipa más barato de Argentina según su relación peso/costo, que alcanza irrisorios 0,75 centavos de dólar por cada envase de 100 gramos. El rótulo en cuestión no es otro que Avanti, legendaria marca productora de afamadas imitaciones del toscano italiano. De acuerdo con el fabricante se elabora mayormente con despuntes de puros (sobras procedentes de cortes y roturas), rasgo verificado de inmediato al encontrar numerosos "pedazos" de cigarros entre las hebras. Nada sorprendente, puesto que un precio tan bajo amerita semejante falta de fineza y el mismo establecimiento confecciona puros modestos con materias primas de Argentina, Paraguay, Brasil y Centroamérica. La picadura obtenida es muy irregular en tamaño y bien seca al tacto, algo bueno en términos de semejanza histórica, toda vez que Holmes tenía por costumbre guardar su tabaco en una zapatilla persa cerca de la chimenea. O sea que podemos descartar cualquier mínimo grado de higrometría remanente al momento de consumirlo.

Lo visto hasta ahora parece acercarnos al shag decimonónico predilecto del detective. Podemos definir las siguientes similitudes: a) es el más barato, b) es extremadamente cerril y ordinario, c) carece por completo de humedad, d) no está aromatizado con nada, e) proviene de un mestizaje impreciso entre diversas calidades y procedencias. Vamos así por buen camino, pero nos falta aún confirmar si resulta tan áspero al paladar y mordaz en el aroma como señala el doctor Watson, quien "sufría" en primera persona las frecuentes maratones tabaquísticas de su compañero. Al encenderlo y fumarlo los sentidos vuelven a refrendar mis sospechas: su alto contenido nicotínico está en sintonía con un carácter rústico, agreste, herbáceo, llano y contundente, bastante lógico al pensar que se trata de cigarros baratos desmenuzados, ni más ni menos. Resta decir que la ceremonia duró poco: su extrema sequedad produce una combustión muy rápida, casi en la mitad del tiempo (o menos) que los tabacos para pipa convencionales. ¿Otra semejanza con el estilo shag sherlockiano? La hipótesis suena factible y bien sustentada por la voracidad fumatoria típica del insigne arrendatario de Baker Street 221b.

Pero de ningún modo la cosa termina aquí. Esta cata nos brindó una aproximación inicial desde la perspectiva del precio módico con calidad básica, aunque es necesario reconocer que difícilmente el shag del siglo XIX haya estado compuesto por despuntes cigarreros. En la próxima entrada continuaremos nuestra búsqueda con un nuevo tabaco y otras semejanzas.

Notas:


(1) Siempre tomando como genuinas las ediciones inglesas. Traducida al español, la palabra shag tiene varias acepciones que pueden generar confusión. Por ese motivo los editores castellanos la han modificado por tabaco "negro", "fuerte" o simplemente "picadura".
(2) Para más detalles históricos ver la monografía de 221pipas

Holmes y el champagne, sólo en la pantalla

En su trabajo Drinking in Victorian and Edwardian Britain: beyond the spectre of the drunkhard, la historiadora británica Thora Hands asegura lo siguiente: "a los victorianos les gustaba beber y vivían en una sociedad orientada al consumo de alcohol (...) La bebida continuaba desde el amanecer hasta altas horas de la madrugada". Y así era, en efecto, según se puede confirmar a través de un somero análisis documental. Las evidencias son muchas y aparecen en innumerables testimonios, registros oficiales y literatura de la época. Al igual que fumar, el acto de beber atravesaba todas las realidades humanas imaginables: lo hacían tanto ricos como pobres, sociables o solitarios, jóvenes o viejos, sanos o enfermos. Cualquier diferencia cultural o económica se ponía de manifiesto a través del origen o la calidad de las bebidas, pero no en el ferviente y horizontal entusiasmo por el alcohol. Desde ya que lo dicho no ocurría sólo en el Reino Unido sino también -con distintos matices- en el resto del mundo occidental. Por aquellos tiempos, el trago estaba estrechamente vinculado al contacto social y servía además como "remedio casero" a falta aún de medicamentos confiables y efectivos.

Dicha realidad se encuentra muy bien plasmada en el canon holmesiano, ya que las 60 historias escritas por Doyle rebosan de citas sobre consumos bebestibles. Hay referencias que incluyen productos típicos de Inglaterra (gin, cerveza), espirituosas (brandy, whisky, ron, licores) y vinos de los más variados estilos. En este último caso se alude frecuentemente a tipos franceses definidos como clarete (tinto genérico de Burdeos), Beaune y Montrachet (tinto y blanco de Borgoña), junto con otros especímenes europeos del estilo Chianti (Italia),Tokay (Hungría), Jerez (España) y Oporto (Portugal). Semejante diversidad no hace más que reflejar el vasto mercado británico de ultramar basado en la dinámica política comercial, el poderío marítimo y los extensos dominios coloniales generados durante los sglos XVIII y XIX, que convirtieron a Londres en el centro mercantil del planeta. Sin embargo, al leer los textos canónicos completos brilla por su ausencia un célebre ejemplar que estaba en pleno auge hacia las postrimerías decimonónicas. Muy llamativamente, no hay mención alguna del Champagne, la bebida por excelencia de las clases acomodadas y quizás el ícono principal de la Belle Époque.

¿Debemos concluir entonces que Holmes y Watson no tomaban champagne? Esa parece ser la deducción lógica si nos ajustamos a los textos primarios, pero como sabemos la saga sherlockiana abarca tres siglos y todo tipo de soportes. Tal cual lo sucedido con tantas historias de la literatura universal, la llegada del cine y la televisión obró verdaderos milagros argumentales que modificaron imágenes, hábitos y personalidades de los personajes, situándolos incluso en lugares y épocas ajenos a sus entornos. Si queremos ver a nuestro héroe, su compañero y demás caracteres haciéndole los honores al vino espumoso más afamado del mundo sólo es necesario recurrir a las pantallas (grande y chica). Van dos casos emblemáticos cuyas imágenes plasmamos arriba y debajo de este párrafo: en el excelente serial de los años ochenta protagonizado por Jeremy Brett hay varias escenas que involucran burbujas, incluyendo no sólo al detective y el doctor sino también a la mismísima Sra. Hudson. Por su parte, en el filme Sherlock Holmes and the Silk Stocking (2004) vemos a los héroes junto con Mary Morstan cenando en el elegante restaurante Holborn y brindando con sendas copas de champagne.

Aunque existen muchos otros segmentos remarcables, lo visto es suficiente para entender que un personaje tan exitoso va mucho más allá del costumbrismo temporal. Hay un Holmes original que todos los entusiastas adoramos (el de Doyle), si bien su versatilidad histórica es tanta como su grandeza literaria. Ayer pudo tomar brandy, hoy champagne y mañana quizás algún líquido vegano, pero en su esencia estará siempre el mismo espíritu inquieto, observador y sagaz.

Cocinando con Stanley: mi chutney favorito (degustación)

En el mundo de los aficionados a Sherlock Holmes, la palabra canon engloba exclusivamente al selecto grupo de 60 historias originales (4 novelas y 56 relatos) escritas por Arthur Conan Doyle. Todo lo que vino después en materia de literatura, teatro, radio, cine, televisión, historietas y video juegos puede ser más o menos fiel a esa base canónica, pero no es parte de ella. Para quien ha leído el canon completo no resulta complicado establecer el grado de fidelidad de cualquier derivación posterior inspirada en el detective, independientemente de los debates lógicos que conlleva entre los fanáticos. Tal cual señalamos en la entrada anterior, el filme Sherlock Holmes, Juego de Sombras (2011) presenta alguna semejanza con el relato El problema final sin ser fiel -ni mucho menos- en los detalles. No obstante hay unas contadas analogías entre la película y la trama primigenia, sobre todo el enfrentamiento final de Holmes y Moriarty en las cataratas de Reichembach. Por supuesto, el cine lo recreó en una versión muy libre que incluye elementos como una cumbre de paz europea, un gran baile y un partido de ajedrez que jamás existieron en el papel, lo cual no deja de ser algo lógico: las artes modernas buscan el entretenimiento visual y no otra cosa.

Una escena previa a los sucesos finales muestra la rutina del desayuno en cierto aposento ubicado entre las montañas de Suiza. Allí se encuentra todo el séquito del protagonista compuesto por el inflatable Watson, la líder gitana Simza y Mycroft Holmes, asistido a su vez por su secretario privado Carruthers y el fiel sirviente Stanley, que es otra vez quien nos interesa en esta entrada. Pongamos el acento en un cuadro específico: Holmes le habla al viejo criado (que no escucha porque está sordo) y dice lo siguiente mientras huele el contenido de cierto recipiente: ¿es éste mi chutney favorito? A diferencia de la entrada anterior, donde nos sorprendía la ingesta de riñones por la mañana, esta segunda referencia no tiene nada de curiosa. El chutney es una de las tantas influencias culinarias de la India colonial en la gastronomía británica y constituye uno de los aderezos más antiguos y populares. Consiste básicamente en la reducción azucarada de frutas condimentada con picantes y especias. Las variantes son casi infinitas: existen chutneys de manzana, pera, durazno, frutilla, mango, uva, tomate y un largo etcétera.

Para remedar esta perlita cinematográfica sherlockiana preparé el prototipo de manzana en base a un puñado de ingredientes bien simples: dos manzanas (verdes o rojas, no hay problema), una cebolla, gajo de naranja, gajo de limón, 150 cc de vinagre de manzana, sal, azúcar (1/2 taza), pimienta y pizca de ají molido. Primero se blanquea brevemente la cebolla picada en sartén con manteca, tras lo cual se agrega la manzana cortada en trozos ungidos previamente con el jugo de limón para que no se oxiden. Inmediatamente se incorporan el azúcar y el vinagre, se añade pizca de sal, el jugo de naranja y las especias en cantidad a gusto según el picor deseado. La cocción a fuego medio dura alrededor de veinte minutos, pero la idea es que los líquidos se vayan reduciendo hasta formar una especie de mermelada de color dorado oscuro. El chutney terminado se puede conservar en frasco o consumir inmediatemente, como lo hice yo acompañando una presa de pollo y un pedazo de queso brie brevemente grillado sobre el mismo fondo que quedaba en la sartén. Una ensalada de tomate y cebolla aportó frescor a esta comida típicamente inglesa, aunque fue para la noche y no como desayuno.

Puede decirse que la escena de marras -si bien no canónica- tiene una sólida base en las costumbres de la Inglaterra victoriana. Y aún hoy es un aderezo agridulce muy utilizado en todo el mundo por su económica sencillez. Bravo entonces por el veterano y leal Stanley.

Cocinando con Stanley: el riñón endiablado (degustación)

Sherlock Holmes, Juego de Sombras es una película de 2011 protagonizada por Robert Downey Jr y Jude Law. Al igual que la antecesora Sherlock Holmes (2009) fue encarada con vistas a un resonante éxito comercial, lo cual sin dudas logró: su costo y su recaudación fueron de 125 y 544 millones de dólares respectivamente. Pero entre ambas producciones existe un rasgo diferenciador que cualquier aficionado sherlockiano entenderá: mientras la primera no tiene relación alguna con los relatos del canon, la segunda presenta cierta familiaridad con El problema final, la célebre historia publicada en 1893 donde acontece una imprecisa “muerte” de Sherlock Holmes. Aunque distante, esa semejanza también se detecta en varios escenarios y personajes que efectivamente fueron plasmados por Arthur Conan Doyle: las cataratas suizas de Reichenbach, el coronel Moran, el pérfido profesor Moriarty y el estrambótico Mycroft Holmes, hermano del detective. Se produce así una extraña pero efectiva mixtura argumental entre situaciones canónicas ortodoxas y pormenores creados específicamente para el cine que acaban conformando un trabajo muy profesional, bien pensado e impecablemente filmado. En otras palabras, el resultado no está nada mal.

Durante una de las muchas peripecias que nos depara la trama podemos observar a Mary Morstan, la flamante esposa del doctor Watson, viviendo temporalmente en la casona -más bien un castillo- de Mycroft Holmes. No se debe pensar mal: las circunstancias del caso ponen en peligro su vida y dicho retiro resulta imprescindible a modo de protección mientras su esposo y el detective viajan al continente. Así, luego de lo que parece ser una primera noche en su alojamiento provisorio, la señora Morstan es invitada a desayunar por Mycroft con la siguiente sugerencia gastronómica: Stanley prepara un delicioso riñón endiablado (devilled kidney en inglés). Aclarando ante todo que en la misma escena aparece vagamente el susodicho sirviente viejo y tembloroso, las preguntas que nos surgen aquí se dirigen hacia esa vianda tan singular. ¿Es posible que los ingleses victorianos desayunaran riñones? ¿Y qué es concretamente el riñon endiablado? El primer interrogante tiene un sí como respuesta contundente, puesto que los riñones -especialmente de cordero- fueron muy comunes como desayuno durante el siglo XIX, no sólo en Reino Unido sino también en Francia. Para responder el segundo opté por preparar el plato recurriendo a las recetas fácilmente asequibles en la web, porque se trata de un manjar aún vigente, aunque ya no para las mañanas sino más bien para los mediodías y las noches.

Mi versión personal no difiere demasiado del promedio. Comprado el riñon (de vaca en este caso) procedí a limpiarlo según los estándares regulares: hay que quitarle la película que lo recubre, cortarlo primero en rodajas y después en trozos más pequeños (evitando el centro nervioso) que se colocan en un bol y se cubren con agua y generoso chorro de vinagre. Sacados de su baño tras dos horas se los escurre y a partir de allí comienza la receta en sí misma. Primero hay que salarlos y rebozarlos en harina mezclada con una abundante carga de pimenta negra -el término “endiablado” viene del picor que ésta produce-. Luego se los fríe en sartén con manteca derretida por un tiempo no mayor a tres minutos, ya que de lo contrario se vuelven gomosos. Si los trozos fueron cortados como describimos antes, es suficiente para cocinarlos. Retirados del fuego, se prepara en la misma sartén (junto a todo el fondo de cocción que quede) una salsa muy rápida con base de mostaza, chorro de jerez dulce y toque de aceto balsámico. Tras pocos segundos para ligar los ingredientes ya podemos servir los riñones; se añade la salsa, se espolvorea todo con perejil y se vuelca un hilo de aceite de oliva por encima. Muchos proponen servir los riñones sobre tostadas, pero personalmente preferí colocarlas a un costado para poder saborear a pleno el arcaico manjar.

Debo decir que me gustó mucho: su textura es delicada y su sabor suave, bien contrapuesto a la “mala fama” que pesa sobre los riñones, si bien eso suele estar vinculado con un lavado defectuoso o directamente inexistente. Por lo demás, me alegro de haber disfrutado semejante vianda típica de las mesas matinales victorianas, aquellas mismas que aún hoy dan lugar a momentos holmesianos de la pantalla grande.