221pipas, la monografía

Probando la comida rústica del "Champion Jack" (degustación)

El colegio Priory es un relato corto publicado por el Strand Magazine en febrero de 1904 y compilado más tarde en la colección El regreso de Sherlock Holmes. Lo hemos mencionado aquí varias veces debido a la presencia de Reuben Hayes, un siniestro mesonero que regentea la sórdida posada The Fighting Cock mientras fuma su pipa de arcilla. Hacia allí se dirige el dúo estelar durante ciertas investigaciones de campo en parajes situados al norte de Inglaterra. Ahora bien, el texto original sólo indica que pasan por el lugar, sospechan algo y deciden quedarse a cenar sin perder la oportunidad de echar un vistazo. No hay mayores aclaraciones sobre lo que comen o beben más allá de algunas referencias relativas al horario (se había hecho casi de noche) y otros pormenores que hacen a la trama central del caso. Pero la excelente interpretación televisiva de Granada TV del año 1986 se toma algunas libertades respecto al argumento primigenio. Un verdadero alborozo para nuestro blog, ya que tales diferencias tienen mucho que ver con los detalles gastronómicos que tanto nos interesan en este espacio.


Según el prestigioso serial británico, los protagonistas arriban a un pequeño caserío campestre y dan con el comercio en cuestión, señalado en este caso bajo el apelativo análogo de Champion Jack, que también alude a un gallo de pelea. Previa consulta sobre la posibilidad de conseguir "algún refrigerio" la escena nos muestra el interior del local con ambos paladines sentados a la mesa. Luego de un intercambio de palabras entre ellos y Hayes aparece la sufrida esposa (personaje creado por la TV) con un plato que contiene, según sus propias palabras en inglés, white pudding, swedes and nips. La comida es sólo para Watson, ya que Holmes prefiere fumar un cigarrillo y beber cerveza. Es entonces cuando el detective le pregunta a su compañero cómo está la comida, a lo que éste responde textualmente: esto está asqueroso, Holmes. Una duda surge de inmediato: ¿era ese cocido tan poco apetitoso por la naturaleza de sus componentes, porque estaba mal preparado o por un poco de ambas cosas? Para responder el interrogante me dispuse a cocinarlo según la más simple de las modalidades posibles.


El white pudding inglés no es otra cosa que la butifarra o morcilla blanca española, un embutido de cerdo sin la sangre característica de su similar negro. Los swedes y nips son diferentes variantes del nabo redondo, propio y típico de todo el continente europeo. Aquí en Argentina es posible conseguir la butifarra, aunque no se producen los nabos redondos sino el llamado nabo japonés, de forma similar a la zanahoria. A los citados sumé un poco de rábanos, que también pertenecen a la familia de las coles. La cocción fue un hervor de veinte minutos en caldo simple con aderezo final de sal, pimienta, pizca de aceite y toque de perejil. En otras palabras, nada muy elaborado. ¿Qué se puede decir? La butifarra, de naturaleza suave, no tiene el picor ni la gracia de otros embutidos mucho más sabrosos como chorizos o longanizas. Los nabos tampoco se destacan por ser muy estimulantes, aunque queda claro que resulta bastante sencillo mejorar el resultado con apenas un poco de imaginación y creatividad: algo de salsa para la butifarra o un gratinado con queso para los nabos, por ejemplo, serían avances considerables.


El corolario es que se trata de una preparación muy básica, incluso algo anodina, pero perfectamente comestible. Sin embargo, es mejor valorar los diálogos de la escena por su contexto de ubicación y época: una posada pueblerina sombría, burda y mal atendida en los albores del siglo XX, cierta cocinera no muy dedicada e incluso -quizás- la existencia de comidas preparadas hace días a la espera de algún ocasional cliente. Teniendo en cuenta ese cuadro, desde aquí adherimos al comentario vituperante del doctor Watson en su visita al Champion Jack.

Puros secos, tabaco reciclado y pipas chamuscadas: los peores hábitos tabaquísticos de Sherlock Holmes

Durante las primeras entradas de este blog hablamos sobre la condición tabaquística chapucera del héroe bajo el título El mejor detective, el peor fumador. Decíamos allí que, lejos de utilizar su saber técnico erudito (1) para sublimar el propio placer de fumar, Sherlock Holmes contaba con casi todos los defectos que hacen al típico adicto nicotínico compulsivo: abuso cuantitativo, desinterés cualitativo, apresuramiento, descuido en la limpieza de utensilios, desaprensión por las formas. Ello abarca no solamente la emblemática pipa sino también a los cigarros puros, lo cual contrasta fuertemente con su actitud sibarita frente al consumo de alimentos y bebidas tan evidente en muchas ocasiones canónicas. Así como resulta notoria su afición por los buenos restaurantes y los vinos de renombre, el protagonista de la saga fuma el tabaco más barato, tosco y masivo disponible en la Inglaterra victoriana -incluso reutilizándolo luego de quemado-, carboniza sus pipas y seca sus puros.


En esta ocasión vamos a analizar con más detenimiento lo peor de tales hábitos, empezando por la práctica matutina de fumar su primera pipa cargada con los restos del día anterior "cuidadosamente secados y recogidos en la repisa de la chimenea", tal cual lo describe el doctor Watson promediando el relato El pulgar de ingeniero. Más allá de lo poco edificante que suena de por sí semejante costumbre, vale decir que sólo es factible recuperando aquellas hebras de tabaco que hayan quedado sin incinerar o parcialmente quemadas entre los residuos de ceniza. ¿Se imaginan al gran detective con su lupa y una pequeña pinza de precisión realizando dicha labor? Por cierto, no es imposible (alguna vez lo hice) y el resultado tiene ese sabor pesado, alquitranado y rancio del tabaco que ha sufrido combustiones defectuosas. Hace falta señalar que Doyle se apunta aquí un acierto manteniendo la lógica del fumador frenético que pensó para el personaje, ya que los desechos de tabaco a medio quemar son consecuencia inevitable de una fumada desprolija, apresurada e incompleta. O sea, cien por ciento al modo Sherlock Holmes.


Tales zafiedades no le van en zaga al trato físico que dispensa a sus pipas. La cosa va más allá del consabido desaseo e incluye un aparente empeño por achicharrarlas de formas que cualquier aficionado escrupuloso no dudaría en calificar como crueles. La estampa más conocida (2) se produce en Copper Beeches, cuando toma una brasa incandescente de la chimenea y prende con ella su larga pipa Cherrywood. Algo del mismo tenor sucede en La aventura de Charles August Milverton, poniendo de manifiesto otra práctica bien dañina: el encendido en llamas laterales (en este caso una lámpara de gas), capaces de chamuscar irremediablemente los costados y bordes de las cazoletas. Pero el sabueso de Baker Street también fumaba puros. ¿Acaso los conservaba en lugares frescos y dotados de una buena humedad? Nada de eso: en El ritual de los Musgrave, Watson deja bien claro que el sitio elegido es nada más y nada menos que un balde de carbón junto al fuego, con lo cual se asegura el deterioro rápido por calor y deshidratación. Por lo visto, no tenía problemas en consumir cigarros secos y agrietados.


Pero así era él. Un cerebro magistral para el razonamiento y la deducción, un bohemio despreocupado para la vida cotidiana.

Notas:

(1) No hay razón para dudar del calificativo frente al autor de una monografía sobre las características y diferencias de 140 variedades de tabaco.
(2) Varias veces reproducida por el cine y la TV en el marco de distintas historias. El sabueso de los Baskerville (1959) la exhibe incluso dos veces: una al comienzo, en Baker Street, y otra en la mansión Baskerville, con el argumento avanzado. Para este último caso la brasa utilizada tiene un tamaño grotesco -varias veces superior a todo el cuerpo de la pipa- y además presenta llama viva directa.