Durante las primeras entradas de
este blog hablamos sobre la condición tabaquística chapucera del
héroe bajo el título El mejor detective, el peor fumador. Decíamos
allí que, lejos de utilizar su saber técnico erudito (1) para
sublimar el propio placer de fumar, Sherlock Holmes contaba con casi
todos los defectos que hacen al típico adicto nicotínico
compulsivo: abuso cuantitativo, desinterés cualitativo,
apresuramiento, descuido en la limpieza de utensilios, desaprensión
por las formas. Ello abarca no solamente la emblemática pipa sino
también a los cigarros puros, lo cual contrasta fuertemente con su
actitud sibarita frente al consumo de alimentos y bebidas tan
evidente en muchas ocasiones canónicas. Así como resulta notoria su
afición por los buenos restaurantes y los vinos de renombre, el
protagonista de la saga fuma el tabaco más barato, tosco y masivo
disponible en la Inglaterra victoriana -incluso reutilizándolo
luego de quemado-, carboniza sus pipas y seca sus puros.
En esta ocasión vamos a analizar con
más detenimiento lo peor de tales hábitos, empezando por la
práctica matutina de fumar su primera pipa cargada con los restos
del día anterior "cuidadosamente secados y recogidos en la
repisa de la chimenea", tal cual lo describe el doctor Watson
promediando el relato El pulgar de ingeniero. Más allá de lo poco
edificante que suena de por sí semejante costumbre, vale decir que sólo es factible recuperando aquellas hebras de tabaco que hayan
quedado sin incinerar o parcialmente quemadas entre los residuos de
ceniza. ¿Se imaginan al gran detective con su lupa y una pequeña
pinza de precisión realizando dicha labor? Por cierto, no es
imposible (alguna vez lo hice) y el resultado tiene ese sabor pesado,
alquitranado y rancio del tabaco que ha sufrido combustiones
defectuosas. Hace falta señalar que Doyle se apunta aquí un acierto
manteniendo la lógica del fumador frenético que pensó para el
personaje, ya que los desechos de tabaco a medio quemar son
consecuencia inevitable de una fumada desprolija, apresurada e
incompleta. O sea, cien por ciento al modo Sherlock Holmes.
Tales zafiedades no le van en zaga al
trato físico que dispensa a sus pipas. La cosa va más allá del
consabido desaseo e incluye un aparente empeño por achicharrarlas de
formas que cualquier aficionado escrupuloso no dudaría en calificar
como crueles. La estampa más conocida (2) se produce en Copper
Beeches, cuando toma una brasa incandescente de la chimenea y prende
con ella su larga pipa Cherrywood. Algo del mismo tenor sucede en
La aventura de Charles August Milverton, poniendo de manifiesto otra
práctica bien dañina: el encendido en llamas laterales (en este
caso una lámpara de gas), capaces de chamuscar irremediablemente los
costados y bordes de las cazoletas. Pero el sabueso de Baker Street
también fumaba puros. ¿Acaso los conservaba en lugares frescos y
dotados de una buena humedad? Nada de eso: en El ritual de los
Musgrave, Watson deja bien claro que el sitio elegido es nada más y
nada menos que un balde de carbón junto al fuego, con lo cual
se asegura el deterioro rápido por calor y deshidratación. Por lo
visto, no tenía problemas en consumir cigarros secos y agrietados.
Pero así era él. Un cerebro magistral
para el razonamiento y la deducción, un bohemio despreocupado para
la vida cotidiana.
Notas:
(1) No hay razón para dudar del
calificativo frente al autor de una monografía sobre las
características y diferencias de 140 variedades de tabaco.
(2) Varias veces reproducida por el
cine y la TV en el marco de distintas historias. El sabueso de los
Baskerville (1959) la exhibe incluso dos veces: una al comienzo, en
Baker Street, y otra en la mansión Baskerville, con el argumento
avanzado. Para este último caso la brasa utilizada tiene un tamaño
grotesco -varias veces superior a todo el cuerpo de la pipa- y además
presenta llama viva directa.
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