Esa noche, como de costumbre,
salió a dar un paseo, durante el cual solía fumar un puro. Nunca
regresó. Así comienza el doctor James Mortimer la descripción de
los extraños hechos relativos a la muerte de Sir Charles
Baskerville, el rico terrateniente de Dartmoor. Más tarde agrega
cierto detalle que suscita la aprobación explícita de Holmes (algo
poco frecuente), cuando infiere que el fallecido estuvo al menos
cinco o diez minutos parado en cercanías del lugar donde se encontró
su cuerpo. ¿Cómo lo sabe?, pregunta el detective. Porque se le
había caído dos veces la ceniza del cigarro, responde el galeno.
Dichos pormenores tabaquísticos enriquecen la trama y ayudan a crear
el clima de la novela más exitosa y reconocida en la saga
sherlockiana, que dio lugar a numerosas producciones
cinematográficas y televisivas. Varias de ellas no desatienden el
momento de nuestro interés, entre las cuales seleccionamos tres
casos sin omitir los respectivos actores que encarnaron al personaje:
Ballard Berkeley para la serie de la BBC (1968), David Langton
durante el largometraje de Sy Weintraub (1983) y Raymond Adamson en
el serial de Granada TV (1988).
Como dijimos, Sir Charles era un
acaudalado latifundista, un landlord en todo sentido, poseedor de
grandes extensiones que arrendaba a diferentes campesinos. En
semejante contexto no hace falta mucha sagacidad para colegir su
holgada posición económica, especialmente durante una época en que
la superficie del terreno era directamente proporcional a la riqueza
y condición social de su dueño. Ahora bien, lo que aquí nos
interesa es aquello que el malogrado aristócrata fumaba al momento
de su muerte. ¿Sería un cigarro indio de Trichinopoly, el más
popular en el Reino Unido de entonces? ¿O tal vez uno de Europa
continental (Holanda, Suiza, Alemania, Bélgica), cuyo consumo
también estaba muy extendido entre los victorianos? Personalmente
creo que no era nada de eso. Considerando el estatus del sujeto en
cuestión, la probabilidad más lógica pasa por el lado de los
habanos legítimos, es decir, la máxima expresión cualitativa de
los cigarros puros. Su presencia en el mercado tabacalero británico
durante el siglo XIX se encuentra ampliamente documentada, siempre
encabezando el segmento más caro y exclusivo.
Mi modesta reserva de habanos me
permitió elegir un ejemplar para la degustación del caso,
atendiendo ciertas condiciones de rigor histórico. Para eso nada
mejor que una acreditada y representativa marca de la vieja industria
habanera. De ese modo opté por el celebérrimo petit corona de la
proverbial fábrica Partagás, fundada en 1845 y líder en materia de
exportaciones tabacaleras cubanas durante más de ciento cincuenta
años. Realizadas todas la ceremonias previas correspondientes al
despunte y el encendido uniforme, me encontré con ese equilibrio
perfecto que llevó a la categoría hacia el olimpo de la fineza en materia de tabacos. Notas de cuero, maderas y especias
dominaron la escena en el marco de un tiraje perfecto, cómodo y
placentero de principio a fin. La conclusión es evidente: no por
nada se trata de un lujo asociado a las clases pudientes desde hace
tanto tiempo, tal cual pudo disfrutarlo el difunto Charles
Baskerville en sus últimos minutos de vida.
Así concluyó este análisis durante una templada y lúgubre noche en los suburbios de Buenos
Aires, que sin páramos ni sabuesos terroríficos tuvo su debida
cuota de penumbra, misterio e inquietud.
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