La intensa relación histórica
de amor-odio en Francia y Gran Bretaña se remonta a la Edad Media.
Entre tantos siglos de guerras, invasiones, conquistas, alianzas e
intrigas políticas (al fin y al cabo, interacciones humanas),
terminaron consolidándose fuertemente los lazos comerciales y
culturales. Desde la segunda mitad del siglo XIX ambas naciones
pasaron a ser aliadas, pero lo cierto es que el comercio de vinos
entre una (productora) y otra (consumidora) es tan antiguo como ellas
mismas, vigente incluso durante los períodos de mayor rivalidad.
Para una imperio naval como Gran Bretaña, la cercanía de Francia
fue siempre un gran atractivo en vista de su sólida reputación como
tierra de buenos productos. Durante todo el período victoriano las
importaciones vínicas inglesas estuvieron claramente encabezadas por
las procedencias francesa, portuguesa y española, aunque la primera
constituía casi el 65% del rubro hacia 1890. En los textos
holmesianos originales existen numerosas alusiones a los vinos galos,
con un leve predominio del tinto bordelés (1), tan afamado en
aquellos tiempos. Pero, ¿sólo ese? ¿Qué otro podemos encontrar?
Borgoña ha sido la única región
francesa capaz de rivalizar con el renombre de Burdeos, su
"competidora" histórica, junto a la cual componen el dúo
de áreas vitivinícolas más prestigioso del mundo. Aunque cuenta
con una producción mucho menor (la cuarta parte) y siempre corrió
con desventajas logísticas (2), pudo enfrentar durante siglos al
coloso comercial de Aquitania. Algunos viñedos comunales y ciertos
vinos borgoñones han logrado una categoría de leyenda comparable a
la de los Grands Crus Classes del Medoc. Ciertamente no hay cita
específica alguna de sus míticas etiquetas en el canon (o sea,
marcas), pero sí aparecen al menos los nombres de dos apelaciones
geográficas muy reconocidas en el corazón mismo del territorio, que
son Beaune y Montrachet. La primera produce un delicado tinto que
Watson señala haber consumido durante su almuerzo en El signo de los
cuatro. La otra es célebre por sus sofisticados vinos blancos a los
que Holmes y Watson hacen honor mediante una botella abierta para
acompañar perdiz fría en el relato La inquilina encubierta.
No hay manera de saber lo que Watson
comió en aquel almuerzo ya que no hay referencias adicionales, pero
podemos asegurar que la elección de Holmes para madirar con el ave
de caza fría es digna de un sommeliere bien entrenado. De hecho, ese
tipo de viandas resulta muy típica de la gastronomía europea
continental extendida al Reino Unido, donde perdices, codornices,
faisanes, gansos, patos y becadas han sido especies que vistieron sus
mesas desde la antigüedad (3). En semejante contexto, los vinos de
Borgoña se perfilan como "ideales" para dichas ocasiones,
especialmente considerando el caso concreto que nos ocupa. Con su carne de sabor intenso pero también equilibrado, la perdiz
fría -seguramente cocinada al horno- constituye un matrimonio perfecto junto al
Montrachet, blanco originado de la uva Chardonnay que crece en
terrenos calizos y pedregosos para producir vinos frescos y a la vez
profundos, de sabores minerales, complejos, definidos y prolongados en el paladar.
Por lo visto, las sapiencias del
detective iban más allá de lo meramente profesional y de sus
aficiones conocidas por el violín, la química o la arqueología.
También sabía de vinos.
Notas:
(1) Hablamos de clarete, tema del cual
nos vamos a ocupar muy pronto.
(2) Mientras que Borgoña se ubica en
el centro-este de Francia (antiguamente la ausencia de vías
navegables implicaba dificultades de transporte), Burdeos está
pegada al mar y posee un gran puerto operativo desde el siglo XII.
(3) Por supuesto, eso ha cambiado en
nuestros días merced al peligro de extinción que sufren algunas de
ellas.
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