221pipas, la monografía

Dos Borgoñas en Londres

La intensa relación histórica de amor-odio en Francia y Gran Bretaña se remonta a la Edad Media. Entre tantos siglos de guerras, invasiones, conquistas, alianzas e intrigas políticas (al fin y al cabo, interacciones humanas), terminaron consolidándose fuertemente los lazos comerciales y culturales. Desde la segunda mitad del siglo XIX ambas naciones pasaron a ser aliadas, pero lo cierto es que el comercio de vinos entre una (productora) y otra (consumidora) es tan antiguo como ellas mismas, vigente incluso durante los períodos de mayor rivalidad. Para una imperio naval como Gran Bretaña, la cercanía de Francia fue siempre un gran atractivo en vista de su sólida reputación como tierra de buenos productos. Durante todo el período victoriano las importaciones vínicas inglesas estuvieron claramente encabezadas por las procedencias francesa, portuguesa y española, aunque la primera constituía casi el 65% del rubro hacia 1890. En los textos holmesianos originales existen numerosas alusiones a los vinos galos, con un leve predominio del tinto bordelés (1), tan afamado en aquellos tiempos. Pero, ¿sólo ese? ¿Qué otro podemos encontrar?


Borgoña ha sido la única región francesa capaz de rivalizar con el renombre de Burdeos, su "competidora" histórica, junto a la cual componen el dúo de áreas vitivinícolas más prestigioso del mundo. Aunque cuenta con una producción mucho menor (la cuarta parte) y siempre corrió con desventajas logísticas (2), pudo enfrentar durante siglos al coloso comercial de Aquitania. Algunos viñedos comunales y ciertos vinos borgoñones han logrado una categoría de leyenda comparable a la de los Grands Crus Classes del Medoc. Ciertamente no hay cita específica alguna de sus míticas etiquetas en el canon (o sea, marcas), pero sí aparecen al menos los nombres de dos apelaciones geográficas muy reconocidas en el corazón mismo del territorio, que son Beaune y Montrachet. La primera produce un delicado tinto que Watson señala haber consumido durante su almuerzo en El signo de los cuatro. La otra es célebre por sus sofisticados vinos blancos a los que Holmes y Watson hacen honor mediante una botella abierta para acompañar perdiz fría en el relato La inquilina encubierta.


No hay manera de saber lo que Watson comió en aquel almuerzo ya que no hay referencias adicionales, pero podemos asegurar que la elección de Holmes para madirar con el ave de caza fría es digna de un sommeliere bien entrenado. De hecho, ese tipo de viandas resulta muy típica de la gastronomía europea continental extendida al Reino Unido, donde perdices, codornices, faisanes, gansos, patos y becadas han sido especies que vistieron sus mesas desde la antigüedad (3). En semejante contexto, los vinos de Borgoña se perfilan como "ideales" para dichas ocasiones, especialmente considerando el caso concreto que nos ocupa. Con su carne de sabor intenso pero también equilibrado, la perdiz fría -seguramente cocinada al horno- constituye un matrimonio perfecto junto al Montrachet, blanco originado de la uva Chardonnay que crece en terrenos calizos y pedregosos para producir vinos frescos y a la vez profundos, de sabores minerales, complejos, definidos y prolongados en el paladar.


Por lo visto, las sapiencias del detective iban más allá de lo meramente profesional y de sus aficiones conocidas por el violín, la química o la arqueología. También sabía de vinos.

Notas:

(1) Hablamos de clarete, tema del cual nos vamos a ocupar muy pronto.
(2) Mientras que Borgoña se ubica en el centro-este de Francia (antiguamente la ausencia de vías navegables implicaba dificultades de transporte), Burdeos está pegada al mar y posee un gran puerto operativo desde el siglo XII.
(3) Por supuesto, eso ha cambiado en nuestros días merced al peligro de extinción que sufren algunas de ellas.

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