Dice Winston Churchill en su
memorias: mi padre era de otro tiempo; había nacido en la época en
que Inglaterra bebía brandy (...) Yo pertenezco a la Inglaterra que
bebe whisky. Esta frase recrea con bastante precisión el panorama
reinante a fines del siglo XIX, cuando ambas bebidas competían por
ganar el mercado británico. Mientras una representaba los gustos
tradicionales, la otra iba imponiéndose lentamente como un brebaje
moderno. El canon holmesiano es una buena pantalla histórica al
respecto y muestra que el combate se encontraba en su apogeo, con
predominio bastante marcado del contendiente más antiguo: en las 60
historias de Conan Doyle existen 17 alusiones al brandy y 6 al
whisky. Dejando de lado las elucubraciones que pueden surgir sobre el
uso del término brandy (1), lo cierto es que durante toda la era
victoriana arribaron a Londres destilados vínicos que podían ser
rotulados legítimamente con esa denominación, desde los
prestigiosos galos Cognac y Armagnac hasta productos provenientes de España,
Grecia o Armenia, sin olvidar las elaboraciones locales en un país
que importaba mucho vino y tenía amplios conocimientos sobre
destilación.
Revisando
las 17 menciones explícitas no pasa desapercibido un significativo
dato costumbrista, ya que diez de ellas no corresponden al consumo
elegido conscientemente sino al suministro por parte de terceros,
siempre dentro de una índole "terapéutica" tendiente a
restablecer, aliviar y/o calmar personas desvanecidas, heridas,
accidentadas o aturdidas. El recuento acusa cuatro desmayados (El
sabueso de los Baskerville, La casa deshabitada, El colegio Priory,
La segunda mancha), dos intoxicados con humo (La banda de lunares, El
intérprete griego), dos envenenados con ponzoñas animales (La crin
de león), un malherido (El pulgar del ingeniero) y un caso de
excitación emocional (El tratado naval). Dicha data resulta bastante
lógica en el contexto de una época en que los remedios formales eran
poco efectivos y la medicina se encontraba en etapas experimentales.
Por supuesto, en las siete ocasiones restantes la bebida que nos
ocupa se inscribe dentro de la modalidad que todos conocemos, es
decir como aperitivo, bajativo o compañía de conversación.
A
pesar de no aquejarme ninguna dolencia me dispuse a efectuar una cata
alegórica del pasado, para lo cual eché mano a una vieja botella
española (ya abierta hace tiempo) de la reconocida casa
jerezana Terry, cuya data puede estimarse aproximadamente en unos 30 o
40 años (2) . Esa antigüedad -según entiendo- me ayudaría a
comprender un poco mejor el estilo de los tiempos idos, como eco
lejano de aquellos brandys victorianos tan acreditados y consumidos
en el Reino Unido. Sinceramente, el añejo ejemplar resultó
excelente en todo sentido, pletórico de colores dorados intensos y
aromas complejos que conjugan tonos de madera, notas tostadas,
acentos acaramelados y ese perfil "viejo pero bueno" tan
difícil de definir. Todo ello en sintonía con un sabor definido,
espirituoso, limpio, sin elementos extraños o desagradables de
ningún tipo. Desde mi punto de vista personal, es el acompañamiento
perfecto para las noches frías, lluviosas o destempladas, junto al
calor de la estufa o el fuego de la chimenea. ¿Una epifanía
sherlockiana? Tal vez, y no ha sido la primera ni será la última.
El brandy se usaba como remedio por su alta graduación y su abundancia en el mercado, pero también era bebida social y de placer. En esta última faceta lo acabamos de interpretar, al estilo decimonónico en general y holmesiano en particular.
Notas:
(1)
No hay razones para dudar que Doyle llamaba así al auténtico
destilado de vino que hoy conocemos (ver detalles en la monografía
de 221pipas)
(2)
Encontrada y adquirida por quien suscribe de manera bastante
fortuita, como suele ocurrir con esas joyas embotelladas cada vez más
escasas.
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